Veredas: rastro sobre la ciudad,
San Fernando.
Fernando Vásquez González
Antropólogo
Recorrer la urbe, sentirla bajo
los pies con sus imperfecciones, sentir el concreto, el pasto, la tierra, las
piedras, caminar por esas largas lenguas de cemento que definen el espacio de
movimiento asignado a las personas. Las veredas me dan una temporalidad
espacial distinta a la calle. Como vagabundo peatón mi visibilidad se restringe
a unos pocos metros delante de mí y, una más amplia, sobre la vereda de
enfrente, las murallas de mi acera quedan fuera y no las veo en su totalidad.
Claro como peatón, estoy más centrado en la vida diaria pisando veredas y
calles que miles ya han transitado, con un ángulo de visión enfocado al frente
y adelante, doblando una esquina se asoma el lugar buscado. Búsqueda
desesperada del “tiempo perdido y olvidado”; en cada trazo de escombro, de
ladrillo o adobe, de vereda, la observación tras el más leve indicio de algún
sueño que me señale nuevas visiones, nuevas libertades y nuevas esperanzas.
Su materialidad marca fecha, es
la historia de la urbanización. Veredas completas o inconclusas, algunas solo
son un sendero de cemento flanqueado por tierra, pasto o basura. Caminando
sobre el sendero pavimentado, suelo divisar restos de cimientos de antiguas
casas; puedo ver ladrillos y adobes que, a menudo, se confunden con el suelo terroso.
En algunas se conservan los bolones de piedras recordando los cimientos de las
casas de adobe, quedan tapados por basura o a orillas de las murallas de las
nuevas casas; esto se nota al alejarse del centro de la ciudad. Son estos
espacios donde diversos tipos de ciudades se mezclan: casas que parecen ser de
cualquier pueblo campesino, junto a viviendas urbanas, a talleres mecánicos,
almacenes de barrio; en una cuadra con sus olores, texturas y paisaje recuerdan
momentos históricos diferentes y no al actual.
Aunque las cintas de cemento
cubren todas las aceras un solo punto de la ciudad, unos ínfimos metros en la
esquina surponiente de Curalí con Chacabuco, queda una vereda de alquitrán, una
gruesa capa de este material que pronto desaparecerá. Otras aceras las vemos levantadas
por las raíces arbóreas, y unas terceras evitamos pisarlas por estar resbaladizas
por las ciruelas de árboles plantados para su hermoseamiento.
La materialidad de las ruinas que
pisan nuestros pies pasan desapercibidas, ellas hablan de la comodidad para
moverse al interior de la ciudad evitando lodazales y pozas de agua del
invierno y el polvo suelto del estío. Cuantos tipos de aceras pisan nuestros
pies: quedan unos cinco metros de una de alquitrán, son de cemento en la mayor parte
(como adoquines, bloques grandes y rectangulares, como baldosas), algunas hay,
todavía, de piedra de cantera de Pelequen; en otras el concreto cubre estas
piedras. Cuatro momentos históricos cubren la ciudad y caminamos sin fijarnos
en ello, cuatro tipos marcados por la estética, del hermoseamiento/mejoramiento
urbano. Así, bajo los pies, la historia no contada de las vías que permiten la
circulación del peatón, andante a una velocidad que no ha variado en siglos.
No debo olvidar aquellas fuertes
raíces modificando el paisaje urbano, nadie se ocupa de ellas entonces,
libremente, rebeladas atacan el libre desplazamiento del peatón levantando el
cemento de las veredas.